Cuando los albañiles derribaron un muro en Querétaro, hallaron muñecas envueltas en vendas y cal

 

El polvo se elevaba como una nube espesa en aquella tarde de verano en Querétaro. Corría julio de 1953 y la antigua casona colonial en el centro histórico, propiedad de la familia Méndez desde hacía tres generaciones, estaba siendo renovada para convertirla en un pequeño hotel.

 

 

 Manuel Gutiérrez, capataz de la obra y hombre curtido por 20 años de trabajo en la construcción, supervisaba la demolición de un muro interior que separaba lo que alguna vez fueron la cocina y el comedor. “Con cuidado, muchachos, estas paredes tienen historia”, gritaba Manuel mientras Tomás y Javier, sus ayudantes más jóvenes, golpeaban con picos el grueso muro de adobe y piedra.

 El sol comenzaba a descender cuando el pico de Tomás atravesó el muro y desapareció en un hueco inesperado. Los tres hombres se miraron desconcertados. Parece que hay una cavidad ahí dentro, jefe”, dijo Tomás secándose el sudor con el antebrazo. Manuel se acercó y amplió el agujero con su propio pico. A medida que los trozos de adobe caían, una corriente de aire frío y viciado escapó del interior, trayendo consigo un olor penetrante a humedad y algo más, algo que ninguno de los tres supo identificar en ese momento, pero que les erizó la piel. “Alumbra aquí, Javier”, ordenó

Manuel. La luz de la lámpara reveló un pequeño espacio oculto, no más grande que un armario, y allí, dispuestas en semicírculo, como si fueran espectadores de un teatro macabro, había siete muñecas, pero no eran muñecas comunes. Estaban envueltas en vendas amarillentas como pequeñas momias y cubiertas parcialmente con una sustancia blancusca que Manuel reconoció como cal.

 Santa Madre de Dios, murmuró Javier persignándose instintivamente. Manuel se inclinó para examinar mejor el hallazgo. Las muñecas tenían rostros tallados en madera, ojos pintados que parecían mirar directamente a quien los observara y algunas conservaban mechones de lo que parecía ser cabello real. A sus pies, en pequeños montículos, había objetos: un dedal oxidado, una cadena de plata ennegrecida, un trozo de tela bordada, un pequeño rosario, una moneda antigua, un anillo sencillo y un crucifijo diminuto. “No toquen nada”,

advirtió Manuel sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. “Voy a avisar al señor Méndez.” Mientras salía para buscar un teléfono, no pudo evitar notar que el sol se había ocultado por completo y que una inusual quietud había caído sobre la obra. Sus trabajadores permanecían inmóviles, mirando el hueco en la pared, como si temieran que algo pudiera salir de él.

Esa noche ninguno de los tres hombres pudo dormir bien. Manuel, en su pequeña habitación en las afueras de la ciudad soñó con siete niñas que lo miraban en silencio desde las sombras. Se despertó sobresaltado a las 3 de la madrugada con la certeza de que había cometido un error al abrir ese muro.

 Algunas cosas, pensó, debían permanecer ocultas. El profesor Ernesto Álvarez llegó a la obra dos días después del hallazgo. Era un hombre menudo de unos 50 años, con gafas redondas y un bigote perfectamente recortado que contrastaba con su cabello despeinado.

 Como investigador del Instituto Nacional de Antropología e Historia había documentado numerosos descubrimientos en edificios coloniales. Pero algo en la descripción de este caso particular había despertado su interés inmediato. “Buenos días, señor Gutiérrez. Soy el profesor Álvarez”, se presentó estrechando la mano callosa de Manuel. Lo estábamos esperando, profesor. El señor Méndez nos pidió que no tocáramos nada hasta su llegada. Manuel guió al arqueólogo hasta el muro parcialmente derribado.

 Durante esos dos días había ordenado suspender los trabajos en esa sección de la casa, pero no había podido evitar que se corriera la voz entre los trabajadores. Dos de ellos, los más supersticiosos, habían abandonado la obra sin siquiera cobrar su sueldo.

 El profesor Álvarez se acercó al hueco en la pared y examinó las muñecas con interés profesional. sin el temor reverencial que mostraban Manuel y sus ayudantes. “Fascinante”, murmuró mientras toman notas en una pequeña libreta. “Esto parece ser un escondite ritual. La disposición de las muñecas, los objetos a sus pies, todo sugiere un propósito específico.

” “¡Ah, ¿qué clase de ritual, profesor?”, preguntó Tomás, quien se mantenía a prudente distancia. Es difícil decirlo con certeza. sin una investigación más detallada”, respondió Álvarez. Pero durante la época colonial y hasta bien entrado el siglo XIX, no era inusual que se realizaran ciertos rituales de protección o confinamiento.

A veces, cuando una casa sufría tragedias inexplicables o enfermedades recurrentes, la gente recurría a prácticas que mezclaban creencias indígenas con el catolicismo. Manuel recordó entonces las historias que su abuela le contaba sobre casas embrujadas y espíritus atrapados en objetos.

 Está diciendo que estas muñecas podrían estar conteniendo algo. El profesor ajustó sus gafas y miró directamente a Manuel. En términos científicos diría que representan un interesante ejemplo de sincretismo religioso. En términos más coloquiales, sí, señor Gutiérrez. Es posible que alguien creyera que estas muñecas servían para contener o aprisionar algo que no querían que anduviera libre por la casa. Un silencio incómodo se instaló entre los presentes.

Finalmente, el profesor continuó. Necesitaré fotografiar todo esto antes de mover cualquier cosa. También me gustaría revisar los registros históricos de esta propiedad. ¿Sabe el señor Méndez si existen documentos antiguos sobre la casa? Mencionó algo sobre papeles viejos en el despacho de su padre, respondió Manuel.

 Dijo que podía mostrárselos cuando llegue esta tarde. Mientras el profesor preparaba su cámara, Manuel no pudo evitar fijarse nuevamente en las muñecas. A la luz del día parecían menos amenazadoras, pero seguía habiendo algo profundamente perturbador en ellas, especialmente en la del centro, un poco más grande que las demás, con un rostro más detallado y unos ojos que parecían seguir sus movimientos.

 “Tenga cuidado, profesor”, se encontró diciendo sin pensarlo. “Hay algo en esas muñecas que no me gusta.” Álvarez sonrió con indulgencia. La superstición es una fuerza poderosa, señor Gutiérrez, pero le aseguro que estas muñecas han estado encerradas en ese muro por décadas, quizás un siglo o más. Sea lo que sea que representaran para quienes las pusieron ahí, ahora son solo objetos de interés histórico.

 Manuel asintió, pero no se sintió reconfortado porque estaba seguro de algo. La noche anterior, en sus sueños, la muñeca del centro le había hablado y su voz había sonado como la de una niña llorando. Tarde, Antonio Méndez, un hombre de negocios cercano a los 40 años y actual propietario de la Casona, se reunió con el profesor Álvarez en lo que alguna vez fue el despacho de su padre.

 Era una habitación amplia con estanterías de madera oscura que cubrían dos de las paredes, un escritorio pesado tallado en caoba y una ventana que daba al patio interior donde los trabajadores descansaban a la sombra de un viejo naranjo. “Mi padre era un coleccionista meticuloso”, explicó Méndez mientras extraía una caja de madera de uno de los estantes más altos.

 guardaba todo lo relacionado con nuestras propiedades, escrituras, recibos, correspondencia, incluso diarios de algunos de nuestros antepasados. Colocó la caja sobre el escritorio y la abrió con cuidado. El olor a papel viejo y polvo llenó la habitación. Dentro había varios legajos amarillentos atados con cintas descoloridas.

 Esta casa ha pertenecido a mi familia desde 1855, continuó Méndez. Mi tatarabuelo, Francisco Méndez, la compró a la familia Ordóñez, que al parecer había caído en desgracia después de la muerte de su patriarca. El profesor Álvarez tomó uno de los legajos y comenzó a examinarlo con interés. ¿Sabe usted algo sobre los anteriores propietarios? Los ordóñez.

 Méndez frunció el seño, haciendo un esfuerzo por recordar muy poco. Mi padre mencionaba ocasionalmente que había habido algún tipo de tragedia, pero nunca entró en detalles. Siempre pensé que se refería a problemas financieros o políticos. Mientras el profesor continuaba revisando los documentos, Manuel entró en la habitación tras haber sido llamado por Méndez. Ah, Gutiérrez pase. El profesor Álvarez me ha contado sobre su hallazgo.

Bastante inquietante, ¿no le parece? Manuel asintió incómodo. No había querido admitirlo frente a sus trabajadores, pero desde el descubrimiento de las muñecas había notado cosas extrañas en la obra. herramientas que no estaban donde las había dejado, sonidos inexplicables cuando trabajaban cerca del muro derribado y una sensación constante de ser observado.

 “Señor Méndez, ¿ha ocurrido algo inusual en esta casa a lo largo de los años?”, preguntó con cautela. Méndez pareció sorprendido por la pregunta. “Inusual. No entiendo a qué se refiere. accidentes inexplicables, personas que enfermaran repentinamente, ruidos extraños, ese tipo de cosas, aclaró Manuel. No que yo recuerde, aunque Méndez hizo una pausa como si dudara en continuar.

 Mi hermana menor solía decir que veía a una niña en el patio por las noches. Mis padres pensaban que era su amiga imaginaria, pero ella insistía en que era real. la llamaba Dolores. El profesor Álvarez, que había estado absorto en los documentos, levantó la mirada con interés. Dolores, ¿recuerda algo más sobre esa supuesta niña? No mucho.

 Mi hermana decía que era triste y que siempre llevaba un vestido blanco manchado. Mi madre le prohibió hablar de ello después de que comenzara a tener pesadillas. En ese momento, el profesor extrajo un documento particularmente viejo y lo examinó con creciente excitación. Señor Méndez, creo que he encontrado algo relevante.

 Es una carta fechada en 1853, escrita por Eugenia Ordóñez a su hermana en Ciudad de México. Méndez y Manuel se acercaron mientras el profesor leía en voz alta, “Querida Carmela, la situación en casa se ha vuelto insostenible. Padre insiste en que las niñas están simplemente enfermas, pero tú y yo sabemos que lo que aflige a esta casa va más allá de cualquier enfermedad conocida.

 Siete han caído ya con la misma fiebre inexplicable, los mismos delirios sobre una mujer que las llama desde las sombras. La pequeña Dolores fue la primera y desde su fallecimiento la maldición parece haberse extendido. El médico no encuentra explicación y el padre Jiménez ha sugerido medidas que en otras circunstancias consideraría paganas.

 Mañana realizaremos el ritual que nos ha aconsejado. Que Dios nos perdone por recurrir a tales métodos, pero el miedo ha consumido nuestros corazones y mentes. Tu afligida hermana, Eugenia. Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Manuel sintió un escalofrío recorrer su espalda. Afuera, el sol comenzaba a ponerse proyectando sombras alargadas a través de la ventana. Siete niñas, murmuró finalmente, siete muñecas en el muro.

 El profesor Álvarez asintió lentamente. Y si mis sospechas son correctas, cada objeto colocado a los pies de las muñecas pertenecía a una de esas niñas, un ritual de contención para mantener sus espíritus ligados a objetos tangibles y evitar que vagaran por la casa.

 Pero, ¿por qué enfermaron? ¿Qué era esa maldición que menciona la carta? Preguntó Méndez visiblemente perturbado. Eso, señor Méndez, respondió el profesor. Es lo que tenemos que averiguar antes de que sea demasiado tarde. Demasiado tarde para qué, preguntó Manuel con un nudo en la garganta. Para quien haya liberado lo que estaba contenido en ese muro, dijo el profesor mirando directamente a Manuel. para todos nosotros.

 Esa noche, una tormenta inesperada azotó Querétaro. Manuel había insistido en quedarse en la obra para vigilar el área del hallazgo, a pesar de las protestas del señor Méndez, quien consideraba que estaba siendo excesivamente supersticioso. El profesor Álvarez también se había quedado instalando un improvisado campamento de trabajo junto al muro derribado, donde fotografiaba meticulosamente cada muñeca y tomaba notas en su cuaderno.

 No debería quedarse solo aquí, profesor, comentó Manuel mientras encendía un farol adicional para combatir la oscuridad que parecía más densa de lo normal. La ciencia no descansa, señor Gutiérrez, respondió Álvarez sin levantar la vista de su trabajo. Además, estos fenómenos me han intrigado toda mi vida profesional.

 El sincretismo religioso de nuestra cultura ha producido algunas de las manifestaciones más fascinantes de un trueno particularmente violento interrumpió su discurso haciendo que ambos hombres se sobresaltaran. La luz parpadeó y por un instante Manuel creyó ver una figura pequeña corriendo por el pasillo. Cuando la luz se estabilizó, no había nada allí.

 ¿Vio eso?, preguntó con la voz más tensa de lo que le hubiera gustado admitir. El profesor se ajustó las gafas y miró hacia el pasillo vacío. Ver qué exactamente Manuel sacudió la cabeza. Nada. Debió ser un efecto de las sombras. A medida que avanzaba la noche, la tormenta arreciaba. El viento ahullaba a través de las ventanas mals selladas, produciendo silvidos que a veces sonaban como susurros lejanos.

 Manuel recorría la casa cada media hora, asegurándose de que todo estuviera en orden, mientras el profesor continuaba su meticuloso trabajo. Cerca de la medianoche, durante una de sus rondas, Manuel escuchó un sonido que le heló la sangre, una risa infantil, suave pero clara, proveniente de la habitación donde habían encontrado las muñecas.

 corrió de vuelta esperando encontrar al profesor, pero la habitación estaba vacía. Las muñecas seguían en su lugar, iluminadas por la lámpara del profesor, pero él no estaba por ningún lado. “Profesor Álvarez”, llamó Manuel sintiendo como el miedo comenzaba a apoderarse de él. No hubo respuesta.

 salió al pasillo y lo recorrió llamando al académico, pero solo el eco de su propia voz le respondía. Cuando regresó a la habitación, notó algo que le hizo contener el aliento. La muñeca central, la más grande, la que tenía los ojos más vívidos, había cambiado de posición. Ya no miraba hacia la pared opuesta, sino directamente hacia la puerta, como si hubiera seguido sus movimientos.

 Con las manos temblorosas tomó la lámpara y se acercó a las muñecas. Un nuevo trueno retumbó y la luz volvió a parpadear. Esta vez, cuando se estabilizó, Manuel dejó caer la lámpara con un grito ahogado, donde antes había siete muñecas, ahora solo quedaban seis. La lluvia golpeaba con furia los cristales mientras Manuel buscaba frenéticamente la muñeca desaparecida.

 No estaba en el suelo ni detrás de los escombros del muro, simplemente se había esfumado y con ella aparentemente también el profesor Álvarez. Un crujido a sus espaldas lo hizo girarse bruscamente. Allí, en el umbral de la puerta, estaba una niña de unos 10 años. Llevaba un vestido blanco antiguo, manchado de lo que parecía ser barro o sangre seca.

 Su rostro pálido mostraba una expresión de profunda tristeza y sus ojos sus ojos eran idénticos a los de la muñeca desaparecida. “Dolores”, murmuró Manuel recordando lo que había contado el señor Méndez. La niña no respondió, pero levantó una mano pálida y señaló hacia el pasillo oscuro. Luego, lentamente se dio la vuelta y comenzó a caminar como esperando que Manuel la siguiera. Contra todo instinto de autopreservación, Manuel lo hizo.

 La siguió a través de pasillos que parecían más largos y oscuros de lo que recordaba, hasta llegar a una pequeña habitación en la parte trasera de la casa que los trabajadores aún no habían comenzado a renovar. La niña se detuvo en el centro de la habitación y señaló hacia el suelo de baldosas desgastadas.

 Luego levantó la mirada hacia Manuel con una expresión que combinaba súplica y advertencia. ¿Qué quieres mostrarme?”, preguntó Manuel, sorprendido de encontrar su voz. La niña no respondió con palabras, pero su imagen pareció fluctuar como una vela a punto de apagarse. Por un instante, Manuel vio a través de ella y luego, tan repentinamente como había aparecido, se desvaneció.

 En ese momento, la puerta de la habitación se cerró de golpe detrás de él. Manuel se giró aterrado y vio al profesor Álvarez de pie junto a la puerta con una expresión grave que nunca antes le había visto. “¿La ha visto, verdad?”, preguntó el académico. “A Dolores, Manuel asintió, incapaz de hablar. Ella me trajo aquí también”, continuó el profesor. “Y creo que sé por qué.” se acercó a donde la niña había estado parada y se arrodilló para examinar el suelo.

 Pasó sus dedos por las culturas de las baldosas y después de un momento encontró una que parecía ligeramente suelta. La levantó con cuidado, revelando un pequeño hueco debajo. “Ayúdeme”, pidió Manuel. Entre los dos levantaron varias baldosas más, descubriendo un espacio lo suficientemente grande como para contener algo del tamaño de un baúl pequeño.

 Y efectivamente, allí abajo, cubierto de polvo y telarañas, había un cofre de madera con errajes oxidados. “Esto es lo que Dolores quería que encontráramos”, murmuró el profesor. “Las respuestas están aquí.” Con esfuerzo extrajeron el cofre de su escondite bajo el suelo. Era más pesado de lo que parecía a simple vista y estaba cerrado con un candado antiguo, tan oxidado, que se deshizo cuando el profesor Álvarez intentó manipularlo.

 Dentro del cofre había varios objetos cuidadosamente envueltos en tela de lino amarillenta, un rosario de cuentas negras, una pequeña daga con empuñadura de plata, un frasco de vidrio grueso que contenía lo que parecían ser hierbas secas y un libro encuadernado en cuero oscuro, sus páginas amarillentas por el paso del tiempo.

 “Un diario”, dijo el profesor tomando el libro con reverencia. Y por la fecha en la primera página perteneció a Eugenia Ordóñez. Manuel miró nerviosamente hacia la puerta cerrada, medio esperando ver nuevamente a la niña fantasmal. Deberíamos salir de aquí, profesor. Este lugar no se siente bien. Precisamente por eso debemos entender qué ocurrió en esta casa? Respondió Álvarez.

 Si realmente hemos liberado algo al abrir ese muro, nuestra mejor defensa es el conocimiento. Manuel no estaba convencido, pero tampoco quería quedarse solo. Así que siguió al profesor de vuelta a la habitación principal, donde habían instalado el campamento de trabajo.

 La tormenta continuaba azotando el exterior y los relámpagos ocasionales iluminaban la estancia con una luz fantasmal. El profesor encendió una lámpara adicional y comenzó a ojear el diario con cuidado, sus ojos moviéndose rápidamente por las páginas escritas con una caligrafía elegante pero apresurada. “Esto comienza en enero de 1853”, murmuró. “Escuche esto Gutiérrez.” Y comenzó a leer en voz alta.

 20 de enero de 1853. Hoy ha llegado a nuestra casa doña Mercedes Saldívar, la viuda del comerciante de telas. Padre la ha recibido con la cortesía que su posición social merece, pero hay algo en esa mujer que me perturba profundamente. Sus ojos nunca sonríen, aunque sus labios sí. Ha traído consigo una muñeca antigua como regalo para Dolores, mi sobrina.

 Una cosa fea y gastada que, según dijo, perteneció a su propia hija fallecida hace años. Dolores, con la inocencia de sus 8 años, la ha aceptado con entusiasmo, aunque no comprendo qué niña querría jugar con semejante objeto. El profesor saltó algunas páginas y continuó. 15 de febrero de 1853. Dolores ha caído enferma con una fiebre inexplicable. El Dr.

 Ruiz no encuentra causa aparente y sus remedios habituales no han surtido efecto. La niña de Lira hablando de una mujer que la visita por las noches y le pide que se una a su colección. Mi hermana está desesperada. He notado que la muñeca que le regaló doña Mercedes ha desaparecido. Cuando le pregunté a Dolores entre delirios, me dijo que ella se la había llevado, que ella necesitaba alimentarse. Más páginas adelante. 3 de marzo de 1853.

Dolores nos ha dejado esta madrugada. Su pequeño cuerpo no resistió la fiebre que la consumía. Mi hermana está inconsolable y mi padre, siempre tan fuerte, parece haber envejecido 10 años en un día. Algo extraño ocurrió durante el velorio. Carmela, la hija del jardinero, quien solía jugar con dolores, afirmó ver a mi sobrina de pie junto a doña Mercedes, quien vino a presentar sus respetos.

 Nadie más vio nada, por supuesto, y atribuimos sus palabras al dolor por la pérdida de su amiga, pero no puedo dejar de pensar en ello. El profesor Álvarez hizo una pausa, su rostro cada vez más sombrío a medida que avanzaba en la lectura. La historia continúa, dijo, “En los meses siguientes, seis niñas más de la casa o relacionadas con la familia Ordóñez enfermaron con los mismos síntomas que dolores.

 Todas murieron y todas hablaban de la misma mujer que las visitaba por las noches.” Manuel sintió un escalofrío recorrer su espalda. ¿Quién era esa mujer? “¿Doña Mercedes?” Eso parece sugerir, Eugenia, confirmó el profesor. Escuche las últimas entradas. 15 de agosto de 1853. Siete pequeños ángeles han volado al cielo desde nuestra casa. Siete niñas inocentes consumidas por la misma enfermedad inexplicable.

 Ya no puedo ignorar lo que mi corazón sabe. Hay algo maligno en doña Mercedes Saldívar. Las investigaciones que he realizado en secreto revelan que donde sea que esa mujer ha vivido, han muerto niñas en circunstancias similares, siempre siete, siempre con los mismos síntomas, siempre después de recibir uno de sus regalos.

 El padre Jiménez, aunque reticente al principio, ha reconocido finalmente que esto va más allá de su comprensión. me ha puesto en contacto con doña Soledad, una curandera de las afueras de la ciudad. Lo que me ha contado confirma mis peores temores. Doña Mercedes no es lo que aparenta ser.

 Es una practicante de artes oscuras que se alimenta del espíritu de las niñas para prolongar su propia vida. Y ahora me temo, las almas de nuestras pequeñas están atrapadas, sirviendo como sustento para esa criatura. El profesor pasó a la última entrada. 20 de agosto de 1853. Mañana realizaremos el ritual que doña Soledad ha preparado.

 Hemos reunido pertenencias de cada una de las niñas y creado réplicas de ellas con madera y barro. El ritual vinculará sus espíritus a estas muñecas y luego las sellaremos en un muro de la casa con oraciones y protecciones. No es lo ideal, dice la curandera, pero al menos impedirá que doña Mercedes continúe alimentándose de ellas.

 Sé que lo que haremos va contra las enseñanzas de la Iglesia, pero también sé que hay males en este mundo que requieren remedios desesperados. Que Dios nos perdone. En cuanto a doña Mercedes, doña Soledad me ha dado un brevaje que debo mezclar con su té la próxima vez que nos visite. No la matará, dice, pues esa criatura ya no es completamente humana, pero la debilitará lo suficiente para que tenga que buscar otras tierras donde alimentarse.

 Que Dios proteja a las niñas de donde sea que vaya después. El profesor cerró el diario con cuidado y ahí termina. No hay más entradas. Manuel y el profesor se miraron en silencio, procesando lo que acababan de descubrir. Afuera, la tormenta parecía haberse intensificado y el viento aullaba como un animal herido.

 Si todo esto es cierto, dijo finalmente Manuel, entonces al abrir el muro hemos liberado a las niñas de su confinamiento, completó el profesor. Pero también es posible que hayamos eliminado la barrera que impedía a esa criatura. Doña Mercedes regresar por ellas. Un trueno particularmente violento sacudió la casa y todas las luces se apagaron de golpe, dejándolos en la más completa oscuridad. La oscuridad era absoluta.

 Manuel intentó encender su encendedor, pero la llama parpadeó débilmente y se extinguió como si el aire mismo se resistiera a ser iluminado. A su lado podía escuchar la respiración agitada del profesor Álvarez. Quédese quieto”, susurró el académico. “Y escuche,” Manuel obedeció. Al principio solo podía oír la lluvia golpeando contra las ventanas y el ocasional retumbar de los truenos.

 Pero luego gradualmente percibió algo más: pasos ligeros, como de pies descalzos sobre el suelo de madera, moviéndose por el pasillo y algo más perturbador aún. Risas infantiles, suaves y distantes, que parecían provenir de todas partes y de ninguna a la vez. “Las niñas”, murmuró el profesor, “están aquí.

” “¿Qué hacemos?”, preguntó Manuel, luchando por mantener la calma. Antes de que el profesor pudiera responder, sintieron una corriente de aire frío que parecía atravesar la habitación. Y entonces, en la oscuridad, Manuel distinguió siete pequeñas figuras luminosas que entraban flotando en la habitación. Eran las niñas, traslúcidas y brillantes, como la luz de la luna, vestidas con ropas de otra época. Sus rostros mostraban una mezcla de miedo y urgencia.

 La que iba delante, que Manuel reconoció como Dolores, se acercó a ellos. Sus labios se movieron, pero en lugar de palabras lo que escucharon fue un susurro distante, como el viento entre las hojas secas. Viene por nosotras. La habéis dejado entrar. ¿Quién? ¿Doña Mercedes? Preguntó el profesor, sorprendentemente sereno ante la presencia de los espectros. Dolores asintió.

 sus ojos fantasmales llenos de terror. Ha esperado mucho tiempo. Ahora que estamos libres del muro, ¿puede encontrarnos de nuevo? ¿Qué podemos hacer?, preguntó Manuel. La niña señaló hacia el cofre que habían desenterrado. La curandera dejó protecciones. Usadlas. En ese momento, una nueva presencia se hizo sentir en la casa.

 No era como el frío ligero que acompañaba a las niñas, sino un frío penetrante y maligno que parecía congelar el aire mismo. Las pequeñas figuras espectrales se agitaron, aterrorizadas. “Ya está aquí”, susurró Dolores, su forma espectral parpadeando como una vela a punto de extinguirse. “Escondeos rápido.” Las siete niñas se desvanecieron en el aire, dejando a Manuel y al profesor en la oscuridad.

Con manos temblorosas, Manuel rebuscó en el cofre y encontró el frasco con hierbas y el rosario de cuentas negras. “Profesor, ¿qué hacemos con esto?”, susurró. “En el diario”, respondió Álvarez con voz queda. Eugenia mencionó oraciones de protección. “Debemos.” Sus palabras fueron interrumpidas por un sonido que heló la sangre de ambos hombres. El crujido lento y deliberado de pasos en el pasillo.

 No eran los pasos ligeros de las niñas, sino algo más pesado, más sólido, algo que se acercaba inexorablemente hacia ellos. El rosario murmuró el profesor. Póngalo alrededor del cofre rápido. Manuel obedeció mientras el profesor abría el frasco y esparcía su contenido en un círculo alrededor de ellos. El olor a hierbas secas, Romero, Salvia y algo más que Manuel no pudo identificar, llenó el aire. La puerta de la habitación, que estaban seguros de haber cerrado, comenzó a abrirse lentamente.

 Un as de luz plateada que no provenía de ninguna fuente natural se filtró desde el pasillo, iluminando el polvo suspendido en el aire. Y entonces la vieron. Una mujer alta y elegante entró en la habitación. Vestía un traje negro de corte antiguo con encajes en el cuello y las mangas. Su cabello, recogido en un moño severo, era negro como la noche, excepto por una franja blanca como la nieve que partía desde su cien izquierda.

 Su rostro podría haber sido hermoso, con facciones aristocráticas y piel pálida como el mármol, pero había algo profundamente perturbador en él. Sus ojos completamente negros, sin blanco ni pupila, como pozos de oscuridad. Buenas noches, caballeros”, dijo con una voz suave y melodiosa que, sin embargo, carecía de toda calidez. “Qué agradable sorpresa encontrar visitas a estas horas.” Ninguno de los dos hombres respondió.

 La mujer, doña Mercedes, sin duda, dio unos pasos más hacia ellos, deteniéndose justo al borde del círculo de hierbas. Veo que han estado hurgando en cosas que no les conciernen. Continuó mirando el cofre abierto y el diario sobre la mesa. Y han liberado algo que me pertenece. Las niñas no le pertenecen dijo el profesor Álvarez encontrando su voz.

 Lo que ha hecho es una abominación. Una sonrisa fría se dibujó en los labios de la mujer. Abominación. Qué palabra tan fuerte, profesor. Yo prefiero verlo como un intercambio justo. Ellas me dan su vitalidad y yo les doy eternidad. Las ha matado, acusó Manuel. Sus cuerpos mortales murieron. Sí, concedió doña Mercedes con un gesto displice. Pero sus esencias perduran y son tan nutritivas.

Intentó dar otro paso hacia ellos, pero algo pareció detenerla. Bajó la mirada hacia el círculo de hierbas y su rostro se contorsionó en una mueca de disgusto. “Trucos de vieja”, murmuró, “pero no durarán toda la noche y yo tengo toda la eternidad.” Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta con pasos mesurados.

 Antes de salir, se giró una última vez hacia ellos. Disfruten de su pequeña protección mientras dure. Cuando amanezca y estas hierbas pierdan su poder, vendré por lo que es mío. Y tal vez añadió con una sonrisa que no llegó a sus ojos negros. Añada dos nuevas adquisiciones a mi colección. De con esas palabras salió de la habitación, dejando tras de sí un silencio más aterrador que cualquier amenaza.

 ¿Cuánto tiempo nos protegerá este círculo?, preguntó Manuel una vez que estuvieron seguros de que doña Mercedes se había alejado. El profesor Álvarez consultó su reloj de bolsillo. Son casi las 2 de la madrugada. Si lo que dijo es cierto, tenemos unas cuatro o 5 horas hasta el amanecer. ¿Y después qué? ¿Nos sentamos a esperar que regrese a hacer lo que sea que hace con esas pobres niñas? No, respondió el profesor con firmeza. Vamos a contraatacar.

 Se acercó al cofre y examinó los objetos restantes, la pequeña daga con empuñadura de plata y el libro encuadernado en cuero. Si Eugenia Ordóñez y la curandera prepararon un ritual para contener a las niñas y alejar a doña Mercedes, debe haber información sobre cómo enfrentarla directamente.

 Manuel asintió, pero no se sentía tan optimista como el profesor aparentaba estar. Había visto el rostro de doña Mercedes, había sentido el poder maligno que emanaba de ella. No era una adversaria que pudiera ser derrotada fácilmente. Profesor, ¿qué es exactamente esa mujer? Álvarez ojeaba rápidamente el diario buscando información adicional.

 Según lo que describe Eugenia, parece ser algún tipo de ser que se alimenta de la energía vital, específicamente de niñas jóvenes. En el folklore mexicano hay varias entidades similares, la Llorona, la Ciguanaba, pero esto parece algo diferente, más deliberado. Un vampiro, sugirió Manuel. No exactamente. Los vampiros, según la tradición beben sangre. Esto parece más una especie de consumidora de almas por falta de un término mejor.

 En ese momento, las pequeñas figuras espectrales de las niñas reaparecieron, materializándose lentamente alrededor del círculo de hierbas. Sus rostros mostraban menos miedo que antes, como si la presencia de la protección les diera cierta seguridad. Se ha ido por ahora”, dijo Dolores acercándose a ellos. “Pero volverá. Siempre vuelve.

” “¿Cuánto tiempo lleváis así?”, preguntó Manuel suavemente. “Muchos inviernos, respondió la niña. Al principio estábamos seguras en el muro. Ella no podía encontrarnos allí. Pero con el paso de los años, la magia se debilitó. Comenzamos a poder salir a veces a mostrarnos como cuando tu hermana te vio en el patio”, dijo el profesor dirigiéndose a la niña, pero mirando a Manuel. Dolores asintió.

Intentaba advertirles, pero nadie entendía. Y ahora que hemos abierto el muro por completo, comenzó Manuel, estamos completamente libres, pero también completamente vulnerables, completó otra de las niñas, un poco mayor que Dolores, con el cabello recogido en dos trenzas.

 El profesor Álvarez había encontrado algo en el diario y lo leía con creciente interés. Aquí hay algo. Eugenia escribió un apéndice después de su última entrada. Parece ser información que le proporcionó la curandera. leyó en voz alta. Doña Soledad me ha confiado que criaturas como doña Mercedes no pueden ser destruidas por medios convencionales.

 Son demasiado antiguas, demasiado poderosas, pero pueden ser debilitadas e incluso atrapadas si se conoce el método adecuado. La daga de plata, bendecida con sangre libremente ofrecida de un corazón puro, puede herirla. El rosario de obsidiana puede contenerla temporalmente, pero para una solución más permanente se requiere atraparla en un recipiente adecuado, sellado con los símbolos correctos.

 La curandera ha grabado estos símbolos en la parte posterior de la daga. Dice que deben ser dibujados con la misma sangre que bendiga el arma, formando un círculo completo alrededor de la criatura. Dentro de ese círculo debe colocarse un objeto personal de cada una de sus víctimas junto con un espejo de plata pulida.

 La criatura herida por la daga será atraída hacia el espejo, que actuará como una prisión. Es un plan peligroso que requiere acercarse lo suficiente para usar la daga, pero es nuestra única esperanza. Manuel y el profesor intercambiaron miradas. Lo que describía el diario era arriesgado, pero parecía ser su única opción.

 Tenemos la daga y el rosario, dijo Manuel, pero nos falta el espejo de plata y, bueno, la sangre de un corazón puro. Yo tengo un espejo de plata en mi maletín, dijo el profesor. Lo uso para algunos experimentos de óptica. En cuanto a la sangre, yo lo haré”, se ofreció Manuel sin dudarlo. “Mi abuela siempre decía que tenía el corazón de un niño.” El profesor asintió con gravedad.

 “Bien, y para los objetos personales de las víctimas, aquí interrumpió Dolores, señalando los pequeños objetos que habían estado a los pies de las muñecas. Estos son nuestros. nos los quitó antes de antes de que nos enfermáramos. Perfecto, dijo el profesor. Ahora solo necesitamos un plan para atraerla al círculo. Las niñas se miraron entre sí y luego Dolores habló.

 Nosotras la atraeremos. Podemos hacerla creer que estamos débiles, divididas. Eso la hará confiarse. Es demasiado peligroso, protestó Manuel. Ya estamos muertas, señor”, respondió la niña con una sabiduría que no correspondía a su edad aparente. “Lo único que puede hacernos es mantenernos atrapadas para siempre y eso es peor que cualquier muerte.

” Con un plan en mente comenzaron los preparativos. El profesor dibujó un nuevo círculo más grande, siguiendo los símbolos grabados en la daga. Manuel dispuso los objetos personales de las niñas en puntos específicos alrededor del círculo, mientras el profesor colocaba el espejo de plata en el centro.

 Finalmente llegó el momento que Manuel temía. Tomó la daga y con un rápido movimiento hizo un corte en la palma de su mano. La sangre brotó roja y brillante y Manuel la dejó gotear sobre la hoja de la daga, murmurando una oración que el profesor le había enseñado. Luego, usando su propia sangre, trazó los símbolos alrededor del círculo, completando el ritual.

 “Está hecho”, dijo el profesor finalmente. “Ahora debemos esperar. Las niñas se desvanecieron, preparándose para su papel en el plan. Manuel y el profesor se ocultaron detrás de unos escombros, la daga lista en la mano de Manuel. El amanecer se acercaba y con él el regreso de doña Mercedes. La espera fue interminable.

 Cada crujido de la vieja casona, cada suspiro del viento contra las ventanas, ponía los nervios de Manuel a flor de piel. A su lado, el profesor Álvarez mantenía una calma admirable, aunque la tensión en su mandíbula revelaba su propia ansiedad. Fuera la tormenta había amainado, pero el cielo seguía oscuro. A través de una ventana rota, Manuel podía ver que el horizonte comenzaba a aclararse levemente. El amanecer estaba cerca.

 Recuerde, susurró el profesor, debe herirla con la daga y empujarla hacia el círculo. Las niñas harán el resto. Manuel asintió apretando el mango de la daga con su mano herida. El corte había dejado de sangrar, pero el dolor persistía. un recordatorio constante de lo que estaba en juego. Un frío repentino invadió la habitación y ambos hombres, esta vez, sin embargo, su rostro mostraba una sonrisa de triunfo.

Miró directamente hacia el círculo de hierbas que habían usado anteriormente para protegerse, ahora marchito y sin poder. “¿Dónde están, pequeños cobardes?”, llamó con voz cantarina. El amanecer está aquí y con él el fin de vuestra protección. Como respuesta a su llamada, una de las niñas, no Dolores, sino la de las trenzas, apareció en un rincón de la habitación, temblando visiblemente.

 “¡Ah! ¡Ahí está una de mis niñas!”, ronroneó doña Mercedes avanzando hacia ella. “¿Dónde están tus hermanas, pequeña Luisa? ¿Te han abandonado?” La niña retrocedió aparentando terror. Se han ido. Dijeron que cada una debía salvarse como pudiera. Qué sensato por su parte, respondió la mujer con una sonrisa cruel.

 Aunque inútil, por supuesto, las encontraré a todas una por una. Dio otro paso hacia la niña, extendiendo una mano pálida, como si quisiera acariciarla. Sus dedos, notó Manuel desde su escondite, eran demasiado largos. demasiado delgados para ser humanos. Mientras doña Mercedes se concentraba en la primera niña, otra apareció en el lado opuesto de la habitación y luego otra más.

 Pronto, cinco de las siete niñas estaban visibles, cada una en un punto diferente, atrayendo la atención de la mujer en todas direcciones. “Un juego interesante”, comentó doña Mercedes, girando lentamente para observarlas a todas. Pero no tenéis a dónde huir. Esta casa es mi dominio ahora. Era el momento. Manuel salió de su escondite, la daga en alto.

 Con un movimiento rápido, se abalanzó sobre la mujer y clavó la hoja en su espalda. Doña Mercedes soltó un grito inhumano, un sonido agudo y vibrante que hizo que los cristales de las ventanas temblaran. Se giró con una velocidad imposible, sus ojos negros ahora ardiendo con un fuego maligno. Mortal estúpido rugió. Su voz ya no melodiosa, sino áspera y antigua.

¿Crees que una simple hoja puede detenerme? golpeó a Manuel con el dorso de su mano, enviándolo volando contra la pared. El impacto le robó el aliento, pero logró mantener el agarre sobre la daga que salió del cuerpo de la mujer cuando cayó. La herida en la espalda de doña Mercedes no sangraba.

 En su lugar, un humo negro y aceitoso emanaba de ella como tinta en agua. El profesor Álvarez salió entonces de su escondite sosteniendo el rosario de obsidiana frente a él como un escudo. “Ahora niñas”, gritó. Las dos niñas que faltaban, Dolores y otra más pequeña, aparecieron directamente detrás de doña Mercedes y la empujaron con todas sus fuerzas espectrales.

 La mujer, debilitada por la herida de la daga, trastabilló hacia atrás, directamente hacia el círculo que habían preparado. Cuando sus pies cruzaron la línea de símbolos trazados con sangre, un resplandor azulado surgió del suelo, iluminando la habitación con una luz fantasmal.

 Doña Mercedes gritó nuevamente esta vez con genuino terror al darse cuenta de la trampa. “¡No! No podéis hacer esto.” Aulló intentando salir del círculo, pero una barrera invisible la contenía. Las siete niñas se colocaron alrededor del círculo, sus pequeñas manos unidas, sus voces uniéndose en un cántico que ni Manuel ni el profesor entendían, pero que claramente provenía de un conocimiento más antiguo que cualquiera de ellos.

 El espejo en el centro del círculo comenzó a brillar, su superficie plateada ondulando como agua bajo la lluvia. Los objetos personales de las niñas, el dedal, la cadena, el trozo de tela bordada, el rosario, la moneda, el anillo y el crucifijo comenzaron a levitar girando alrededor de doña Mercedes como pequeños satélites.

 “Esto no termina aquí”, gritó la mujer, su figura comenzando a distorsionarse como si estuviera siendo estirada en todas direcciones. He existido por siglos, volveré. No esta vez, dijo Dolores con una voz sorprendentemente firme. Esta vez eres tú quien quedará atrapada para siempre. El espejo en el suelo pareció expandirse, su superficie plateada creciendo hasta formar un pozo líquido que comenzó a engullir a doña Mercedes desde los pies hacia arriba.

 La mujer luchaba arañando el aire, sus gritos cada vez más desesperados. A medida que era absorbida por el espejo, Manuel y el profesor observaban atónitos y aterrorizados a partes iguales, mientras la criatura que había atormentado a esas niñas durante décadas era finalmente vencida por sus propias víctimas.

 Con un último grito desgarrador, doña Mercedes desapareció por completo en el espejo, que inmediatamente volvió a su tamaño normal, su superficie ahora opaca y oscura, como si hubiera absorbido toda la luz a su alrededor. El silencio que siguió fue tan absoluto que durante un momento Manuel pensó que se había quedado sordo.

 Luego, lentamente, los primeros rayos del sol comenzaron a filtrarse por las ventanas, iluminando la habitación con una luz dorada y cálida que contrastaba violentamente con los eventos sobrenaturales que acababan de presenciar. Las niñas, aún visibles, se acercaron al espejo. Sus formas parecían más sólidas, ahora, más presentes. “Se acabó”, dijo Dolores mirando a Manuel y al profesor. Está atrapada como nosotras lo estuvimos.

“¿Qué pasará ahora con vosotras?”, preguntó Manuel acercándose cautelosamente al círculo. Las niñas se miraron entre sí y por primera vez desde que las había visto, Manuel notó que sonreían. “Somos libres”, respondió Dolores. “Ya no hay nada que nos ate a este lugar. ¿Podemos seguir adelante. ¿A dónde?”, preguntó el profesor.

 A medida que la luz del amanecer llenaba la habitación, un cambio sutil comenzó a manifestarse en las siete niñas espectrales. Sus formas, que habían sido traslúcidas y etéreas, empezaron a volverse más luminosas, como si absorbieran la luz solar.

 El frío sobrenatural que siempre las acompañaba fue reemplazado por una sensación de calidez que llenó el ambiente. “Es hora de irnos”, dijo Dolores mirando hacia la ventana con anhelo. “Espera”, pidió Manuel, acercándose a ellas. “¿Qué debemos hacer con esto?”, señaló el espejo oscuro que ahora contenía a doña Mercedes. “Debe permanecer sellado para siempre”, respondió Luisa, la niña de las trenzas.

“La curandera dijo que si alguna vez se rompiera.” “Entiendo, interrumpió el profesor Álvarez. Nos aseguraremos de que permanezca intacto y oculto. ¿Regresaréis al muro?”, preguntó Manuel pensando en las muñecas que habían servido como recipientes para sus espíritus. Dolores negó con la cabeza.

 Las muñecas ya no tienen poder sobre nosotras, fueron solo prisiones temporales. Ahora que ella está atrapada, nosotras podemos irnos. ¿Y no volveréis? Insistió Manuel, sorprendiéndose a sí mismo por la tristeza que sentía ante la inminente partida de las niñas. Quizás, respondió Dolores con una sonrisa misteriosa.

 A veces cuando el viento sople en las tardes de verano o cuando las velas parpadeen sin razón aparente, podríamos estar cerca. Pero ya no estaremos atadas a este lugar por el miedo y el dolor. El profesor Álvarez, siempre el académico, incluso en las circunstancias más extraordinarias, sacó su libreta y lápiz. Antes de que os vayáis, podríais decirme vuestros nombres completos para el registro histórico. Las niñas rieron.

Un sonido como campanillas de plata que llenó la habitación de alegría. Somos Dolores Ordóñez, Luisa Gómez, María Teresa Fuentes, Concepción Rivera, Isabel Lara, Josefina Méndez y Catalina Suárez. recitó Dolores. Vivimos en diferentes épocas, pero todas caímos víctimas de la misma maldad. Recordad nuestros nombres, profesor.

 Escribidlos para que no seamos olvidadas. El profesor anotó diligentemente cada nombre, prometiendo que investigaría sus historias y las preservaría para la posteridad. Tenemos que irnos, dijo entonces la más pequeña de las niñas, Catalina, señalando hacia la ventana donde la luz del sol era cada vez más intensa. Una por una, las niñas se acercaron a Manuel y al profesor.

 No podían tocarlos físicamente, pero cada una hizo un gesto de gratitud, una reverencia, un beso al aire, una sonrisa radiante. Gracias por liberarnos”, dijo Dolores, la última en despedirse. “Habéis hecho lo que nadie pudo hacer en más de 100 años.” Luego, tomadas de las manos, las siete niñas caminaron hacia la ventana.

 Sus formas se volvieron cada vez más brillantes hasta que fue casi imposible mirarlas directamente. Con un último gesto de despedida atravesaron el cristal como si no existiera y se disolvieron en la luz del amanecer. dejando tras de sí un rastro de destellos que lentamente se desvanecieron en el aire.

 Manuel y el profesor permanecieron en silencio durante varios minutos asimilando lo que acababan de presenciar. Finalmente, Manuel habló. ¿Cree que realmente se han ido al cielo o algo así? El profesor Álvarez, hombre de ciencia que acababa de presenciar eventos que desafiaban toda explicación racional, se quitó las gafas y las limpió pensativamente.

 No sé si existe el cielo como nos lo han descrito Gutiérrez, pero sí creo que han ido a un lugar mejor. Han encontrado paz y eso es lo que importa. Se acercaron al espejo oscuro que yacía en el centro del círculo de símbolos. Su superficie, antes plateada y brillante, ahora parecía absorber la luz a su alrededor como un pequeño agujero negro.

 ¿Qué hacemos con estos?, preguntó Manuel. Lo que prometimos, respondió el profesor, asegurarnos de que nunca se rompa ni se libere lo que contiene. Tres meses después, la antigua casona colonial de la familia Méndez había completado su transformación en un pequeño hotel boutique.

 Las paredes recién pintadas, los suelos restaurados y los muebles cuidadosamente seleccionados no guardaban ningún indicio visible de los eventos sobrenaturales que habían ocurrido allí. En el patio central, donde ahora una fuente cantarina entretenía a los primeros huéspedes, Manuel Gutiérrez supervisaba los últimos detalles de la obra. Aunque había completado su trabajo como capataz semanas atrás, el señor Méndez le había ofrecido quedarse como encargado de mantenimiento, un puesto que Manuel había aceptado sin dudar. “Todo ha quedado perfecto, Gutiérrez”, comentó

Antonio Méndez admirando el resultado de la renovación. Los clientes no dejan de elogiar el ambiente del hotel. Dicen que tiene un aire sereno. Manuel asintió. sabiendo bien a qué se debía esa serenidad. Después de los eventos de aquella noche tormentosa, él y el profesor Álvarez habían sellado el espejo oscuro en una pequeña caja de plomo grabada con los mismos símbolos que habían usado en el ritual.

 Siguiendo las instrucciones dejadas por Eugenia Ordóñez en su diario, habían enterrado la caja bajo el naranjo del patio, añadiendo varias capas de protección: sal, hierro forjado y agua bendita. El profesor Álvarez, fiel a su palabra, había investigado las historias de las siete niñas.

 Había encontrado registros de sus muertes en archivos parroquiales y periódicos antiguos, todas documentadas como fiebres inexplicables ocurridas en diferentes épocas, desde 1853 hasta 1901. También había rastreado la historia de doña Mercedes Aldíbar, descubriendo un patrón perturbador de muertes infantiles que la seguían donde quiera que iba, desde Zacatecas hasta Querétaro, pasando por Ciudad de México y Puebla.

 El académico había compilado toda esta información en un pequeño libro que por sugerencia de Manuel no publicaría hasta después de su muerte. Algunas verdades habían acordado eran demasiado peligrosas para ser ampliamente conocidas. ¿Algún problema desde la apertura? Preguntó Manuel casualmente a Méndez. Ninguno, respondió el empresario.

 Aunque es curioso, varios huéspedes han mencionado escuchar risas de niñas en el jardín por las tardes, pero cuando salen a mirar no hay nadie. Manuel sonrió para sus adentros. Debe ser el viento entre los árboles, señor, o quizás los niños del vecindario, supongo. Concedió Méndez. Por cierto, mi hermana vendrá de visita la próxima semana.

 Dice que tiene curiosidad por ver cómo ha quedado la casa donde creció. Mencionó específicamente que quería saber si su amiga Dolores seguía por aquí. Dígale que quizás, respondió Manuel recordando las palabras de Dolores sobre el viento en las tardes de verano. Uno nunca sabe quién podría estar velando por este lugar. Esa noche, después de que todos se hubieran retirado, Manuel hizo su ronda habitual por el hotel.

 Al pasar por el patio, se detuvo junto al naranjo bajo el cual descansaba el terrible secreto. Por un instante, creyó ver siete pequeñas figuras luminosas jugando alrededor de la fuente, sus risas como música en el aire nocturno, pero cuando parpadeó habían desaparecido. Sin embargo, no sintió miedo, solo una extraña certeza de que, a pesar de haberse ido a un lugar mejor, como había dicho el profesor, las niñas seguían de alguna manera conectadas a la casa donde habían sufrido tanto, pero ahora como protectoras, no como prisioneras. 

Y mientras caminaba de regreso a su habitación, Manuel podría jurar que escuchó la voz de Dolores susurrando en su oído. Gracias por encontrarnos. Gracias por liberarnos. Ahora descansa que nosotras vigilamos. Afuera la luna llena iluminaba Querétaro y una suave brisa mecía las hojas del naranjo, llevando consigo el eco de risas infantiles que se perdían en la noche, libres al fin. después de más de un siglo de cautiverio.

 

Related Posts

Our Privacy policy

https://kok1.noithatnhaxinhbacgiang.com - © 2025 News